Τὰ δ' ἀργυρώματ' ἐστὶν ἥ τε πορφύρα
εἰς τοὺς τραγῳδοὺς χρήσιμ', οὐκ εἰς τὸν βίον
Sócrates

lunes, 28 de noviembre de 2011

LA RETICENCIA DE LADY ANNE de Saki


Egbert entró en la amplia sala oscura con el aire de quien no sabe si entra a un palomar o a un polvorín y viene preparado para ambas contingencias. No habían rematado la pequeña disputa doméstica sostenida durante el almuerzo, y ahora la cuestión era tantear hasta qué punto lady Anne estaba de humor para renovar o abandonar las hostilidades. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era más bien elaborada y tiesa; y en la penumbra de la tarde decembrina los quevedos de Egbert no ayudaban gran cosa a discernir la expresión de su cara.

Para romper el hielo superficial que pudiera existir, Egbert dijo algo sobre lo tenue y místico de la poca luz. Alguno de los dos solía hacer esta observación Entre las 4.30 y las 6 en las tardes de invierno y finales del otoño; hacía parte de su vida conyugal. Carecía de respuesta fija, y lady Anne no adelantó ninguna. Don Tarquinio se encontraba tendido sobre la alfombra persa, calentándose a la lumbre del hogar con majestuosa indiferencia por el posible mal humor de lady Anne. Su pedigree era tan intachablemente persa como la alfombra, y su pelaje entraba ya en el esplendor de un segundo invierno. El criado, que tenía inclinaciones renacentistas, lo había bautizado Don Tarquinio. De ser por ellos, Egbert y lady Anne de seguro lo habrían puesto Pelusa; pero no eran personas obstinadas.

Egbert se sirvió el té. Como nada indicaba que el silencio fuera a ser roto por iniciativa de lady Arme, se dispuso a realizar otro esfuerzo heroico.

-Lo que dije al almuerzo tenía intenciones puramente académicas -anunció-; pero parece que le das un sentido innecesariamente personal.

Lady Anne continuó atrincherada en el silencio. El pinzón real llenó aquel vacío con una perezosa melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert la reconoció al punto, puesto que era la única tonada que el pinzón sabía silbar, y les había llegado con fama de silbarla. Tanto Egbert como lady Anne habrían preferido algo salido de The Yeoman ofthe Guard, la ópera favorita de ambos. En cuestiones artísticas tenían gustos similares. Se inclinaban por lo honesto y explícito en el arte: una lámina, por ejemplo, que pusiera una historia delante de los ojos, con la ayuda generosa del título. Un corcel de guerra sin jinete y con los arreos en patente desorden, que entra trastabillando a un patio lleno de pálidas mujeres al borde del desmayo, y con la anotación marginal de "Malas Nuevas", les sugería la clara lectura de algún desastre militar. No les costaba ver lo que quería comunicar y podían explicarlo a otros amigos de inteligencias más obtusas.

Persistía el silencio. Por regla general, los disgustos de lady Anne se volvían verbales y pronunciadamente desbocados tras cinco minutos de mutismo introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y vertió parte de su contenido en el platillo de Don Tarquinio. Como el platillo estaba lleno hasta el borde, el resultado fue un feo derrame. Don Tarquinio lo miró con sorprendido interés, que se desvaneció en una esmerada indiferencia cuando Egbert lo llamó a que lamiera algo del líquido rebosado. Don Tarquinio estaba dispuesto a desempeñar muchos papeles en la vida, pero el de aspiradora de alfombras no era uno de ellos.

-¿No crees que nos estamos comportando como un par de tontos? -dijo él de buen humor.

Si lady Anne pensaba igual, no lo expresó.

-Supongo que yo en parte he tenido la culpa? -prosiguió Egbert, mientras se le iba evaporando el buen humor-. Mira, después de todo soy humano. Pareces olvidar que soy un ser humano. Insistía en ello como si corrieran rumores infundados de que tuviese contextura de sátiro, con prolongaciones cabrunas donde la parte humana terminaba.

El pinzón volvió a entonar la melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert se iba sintiendo deprimido. Lady Anne no bebía su té. Tal vez se sentía indispuesta. Pero cuando lady Anne se sentía indispuesta no solía ser reservada al respecto. "Nadie sabe lo que me hace sufrir la mala digestión" era una de sus afirmaciones favoritas. Ahora bien, esta ignorancia sólo podía deberse a oídos defectuosos: la información disponible pobre el tema habría suministrado material suficiente para una monografía.

Era evidente que lady Anne no se sentía indispuesta.

Egbert empezaba a creer que recibía un trato irracional; y, naturalmente, comenzó a hacer concesiones.

-Tal vez -observó, centrándose en la alfombra hasta donde se dignó permitirle Don Tarquinio- toda la culpa ha sido mía. Estoy dispuesto a emprender una vida mejor, si con eso las cosas recuperan las buenas perspectivas.

Se preguntó vagamente cómo podría lograrlo. Ya entrado en años, las tentaciones le llegaban de modo vacilante y sin mucha insistencia, como un recadero de la carnicería que pide un aguinaldo en febrero con la débil excusa de que olvidaron dárselo en diciembre. No tenía más planes de sucumbir a ellas que de comprar las boas de piel y los cubiertos de pescado que algunas damas se ven forzadas a ofrecer con pérdida, mediante el expediente de las columnas de avisos, durante el año entero. Con todo, había algo impresionante en aquella espontánea renuncia a posibles monstruosidades soterradas.

Lady Anne no dio señas de estar impresionada.

Egbert la miró con inquietud a través de los espejuelos. Llevar la peor parte en una discusión con ella no era nada nuevo. Llevar la peor parte en un monólogo era una humillante novedad.

-Voy a cambiarme para la cena -anunció, con voz a la que pretendió dar una sombra de dureza.

En la puerta, un ataque postrero de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento.

-¿No estamos siendo muy absurdos?

"¡Qué idiota!", fue el comentario mental de Don Tarquinio cuando la puerta se cerró tras la retirada de Egbert; y luego alzó en el aire las aterciopeladas zarpas delanteras y saltó ágilmente a una estantería que estaba justo bajo la jaula del pinzón. Por vez primera parecía notar la existencia del pájaro, pero en realidad llevaba a efecto un viejo plan de ataque, madurado hasta la precisión. El ave, que se había creído una especie de déspota, se comprimió de súbito a un tercio de su porte normal; y echó a batir las alas desesperadamente y a emitir chirridos estridentes. Aunque había costado veintisiete chelines sin la jaula, lady Anne no dio señal de intervenir. Llevaba ya dos horas muerta.





De: Cuentos de humor negro

EL ENCUENTRO de Jorge Luis Borges

A Susana Bombal

Quien recorre los diarios cada mañana lo hace para el olvido o para el diálogo casual de esa tarde, y así no es raro que ya nadie recuerde, o recuerde como en un sueño, el caso entonces discutido y famoso de Maneco Uriarte y de Duncan. El hecho aconteció, por lo demás, hacia 1910, el año del cometa y del Centenario, y son tantas las cosas que desde entonces hemos poseído y perdido. Los protagonistas ya han muerto; quienes fueron testigos del episodio juraron un solemne silencio. También yo alcé la mano para jurar y sentí la importancia de aquel rito, con toda la romántica seriedad de mis nueve o diez años. No sé si los demás advirtieron que yo había dado mi palabra; no sé si guardaron la suya. Sea lo que fuere, aquí va la historia, con las inevitables variaciones que traen el tiempo y la buena o la mala literatura.

Mi primo Lafinur me llevó esa tarde a un asado en la quinta de Los Laureles. No puedo precisar su topografía; pensemos en uno de esos pueblos del Norte, sombreados y apacibles, que van declinando hacia el río y que nada tienen que ver con la larga ciudad y con su llanura. El viaje en tren duró lo bastante para que me pareciera tedioso, pero el tiempo de los niños, como se sabe, fluye con lentitud. Había empezado a oscurecer cuando atravesamos el portón de la quinta. Ahí estaban, sentí, las antiguas cosas elementales: el olor de la carne que se dora, los árboles, los perros, las ramas secas, el fuego que reúne a los hombres.

Los invitados no pasaban de una docena; todos, gente grande. El mayor, lo supe después, no había cumplido aún los treinta años. Eran, no tardé en comprender, doctos en temas de los que sigo siendo indigno: caballos de carrera, sastrería, vehículos, mujeres notoriamente costosas. Nadie turbó mi timidez, nadie reparó en mí. El cordero, preparado con diestra lentitud por uno de los peones, nos demoró en el largo comedor. Las fechas de los vinos se discutieron. Había una guitarra; mi primo, creo recordar, entonó La tapera y El gaucho de Elías Regules y unas décimas en lunfardo, en el menesteroso lunfardo de aquellos años, sobre un duelo a cuchillo en una casa de la calle Junín. Trajeron el café y los cigarros de hoja. Ni una palabra de volver. Yo sentía (la frase es de Lugones) el miedo de lo demasiado tarde. No quise mirar el reloj. Para disimular mi soledad de chico entre mayores, apuré sin agrado una copa o dos. Uriarte propuso a gritos a Duncan un póker mano a mano. Alguien objetó que esa manera de jugar solía ser muy pobre y sugirió una mesa de cuatro. Duncan lo apoyó, pero Uriarte, con una obstinación que no entendí, ni traté de entender, insistió en lo primero. Fuera del truco, cuyo fin esencial es poblar el tiempo con diabluras y versos y de los modestos laberintos del solitario, nunca me gustaron los naipes. Me escurrí sin que nadie lo notara. Un caserón desconocido y oscuro (sólo en el comedor había luz) significa más para un niño que un país ignorado para un viajero. Paso a paso exploré las habitaciones; recuerdo una sala de billar, una galería de cristales con formas de rectángulos y de rombos, un par de sillones de hamaca y una ventana desde la cual se divisaba una glorieta. En la oscuridad me perdí; el dueño de casa, cuyo nombre, a la vuelta de los años, puede ser Acevedo o Acebal, dio por fin conmigo. Por bondad o para complacer su vanidad de coleccionista, me llevó a una vitrina. Cuando prendió la lámpara, vi que contenía armas blancas. Eran cuchillos que en su manejo se habían hecho famosos. Me dijo que tenía un campito por el lado de Pergamino y que yendo y viniendo por la provincia había ido juntando esas cosas. Abrió la vitrina y sin mirar las indicaciones de las tarjetas, me refirió su historia, siempre más o menos la misma, con diferencias de localidades y fechas. Le pregunté si entre las armas no figuraba la daga de Moreira, en aquel tiempo el arquetipo del gaucho, como después lo fueron Martín Fierro y Don Segundo Sombra. Hubo de confesar que no, pero que podía mostrarme una igual, con el gavilán en forma de U. Lo interrumpieron unas voces airadas. Cerró inmediatamente la vitrina; yo lo seguí.

Uriarte vociferaba que su adversario le había hecho una trampa. Los compañeros los rodeaban, de pie. Duncan, recuerdo, era más alto que los otros, robusto, algo cargado de hombros, inexpresivo, de un rubio casi blanco; Maneco Uriarte era movedizo, moreno, acaso achinado, con un bigote petulante y escaso. Era evidente que todos estaban ebrios; no sé si había en el piso dos o tres botellas tiradas o si el abuso del cinematógrafo me sugiere esa falsa memoria. Las injurias de Uriarte no cejaban, agudas y ya obscenas. Duncan parecía no oírlo; al fin, como cansado, se levantó y le dio un puñetazo. Uriarte, desde el suelo, gritó que no iba a tolerar esa afrenta y lo retó a batirse.

Duncan dijo que no, y agregó a manera de explicación:
–Lo que pasa es que le tengo miedo.
La carcajada fue general.
Uriarte, ya de pie, replicó:
–Voy a batirme con usted y ahora mismo.
Alguien, Dios lo perdone, hizo notar que armas no faltaban.

No sé quién abrió la vitrina. Maneco Uriarte buscó el arma más vistosa y más larga, la del gavilán en forma de U; Duncan, casi al desgaire, un cuchillo de cabo de madera, con la figura de un arbolito en la hoja. Otro dijo que era muy de Maneco elegir una espada. A nadie le asombró que le temblara en aquel momento la mano; a todos, que a Duncan le pasara lo mismo.

La tradición exige que los hombres en trance de pelear no ofendan la casa en que están y salgan afuera. Medio en jarana, medio en serio, salimos a la húmeda noche. Yo no estaba ebrio de vino, pero sí de aventura; yo anhelaba que alguien matara, para poder contarlo después y para recordarlo. Quizá en aquel momento los otros no eran más adultos que yo. También sentí que un remolino, que nadie era capaz de sujetar, nos arrastraba y nos perdía. No se prestaba mayor fe a la acusación de Maneco; todos la interpretaban como fruto de una vieja rivalidad, exacerbada por el vino.

Caminamos entre árboles, dejamos atrás la glorieta. Uriarte y Duncan iban a la cabeza; me extrañó que se vigilaran, como temiendo una sorpresa. Bordeamos un cantero de césped. Duncan dijo con suave autoridad:

–Este lugar es aparente.
Los dos quedaron en el centro, indecisos. Una voz les gritó:
–Suelten esa ferretería que los estorba y agárrense de veras.

Pero ya los hombres peleaban. Al principio lo hicieron con torpeza, como si temieran herirse; al principio miraban los aceros, pero después los ojos del contrario. Uriarte había olvidado su ira; Duncan, su indiferencia o desdén. El peligro los había transfigurado; ahora eran dos hombres los que peleaban, no dos muchachos. Yo había previsto la pelea como un caos de acero, pero pude seguirla, o casi seguirla, como si fuera un ajedrez. Los años, claro está, no habrán dejado de exaltar o de oscurecer lo que vi. No sé cuánto duró; hay hechos que no se sujetan a la común medida del tiempo.

Sin el poncho que hace de guardia, paraban con el antebrazo los golpes. Las mangas, pronto jironadas, se iban oscureciendo de sangre. Pensé que nos habíamos engañado al presuponer que desconocían esa clase de esgrima. No tardé en advertir que se manejaban de manera distinta. Las armas eran desparejas. Duncan, para salvar esa desventaja, quería estar muy cerca del otro; Uriarte retrocedía para tirarse en puñaladas largas y bajas. La misma voz que había indicado la vitrina gritó:

–Se están matando. No los dejen seguir.

Nadie se atrevió a intervenir. Uriarte había perdido terreno; Duncan entonces lo cargó. Ya casi se tocaban los cuerpos. El acero de Uriarte buscaba la cara de Duncan. Bruscamente nos pareció más corto, porque había penetrado en el pecho. Duncan quedó tendido en el césped. Fue entonces cuando dijo con voz muy baja:

–Qué raro. Todo esto es como un sueño.
No cerró los ojos, no se movió y yo había visto a un hombre matar a otro.

Maneco Uriarte se inclinó sobre el muerto y le pidió que lo perdonara. Sollozaba sin disimulo. El hecho que acababa de cometer lo sobrepasaba. Ahora sé que se arrepentía menos de un crimen que de la ejecución de un acto insensato.

No quise mirar más. Lo que yo había anhelado había ocurrido y me dejaba roto. Lafinur me dijo después que tuvieron que forcejear para arrancar el arma. Se formó un conciliábulo. Resolvieron mentir lo menos posible y elevar el duelo a cuchillo a un duelo con espadas. Cuatro se ofrecieron como padrinos, entre ellos Acebal. Todo se arregla en Buenos Aires; alguien es siempre amigo de alguien.

Sobre la mesa de caoba quedó un desorden de barajas inglesas y de billetes que nadie quería mirar o tocar.

En los años siguientes pensé más de una vez en confiar la historia a un amigo, pero siempre sentí que ser poseedor de un secreto me halagaba más que contarlo. Hacia 1929, un diálogo casual me movió de pronto a romper el largo silencio. El comisario retirado don José Olave me había contado historias de cuchilleros del bajo del Retiro; observó que esa gente era capaz de cualquier felonía, con tal de madrugar al contrario, y que antes de los Podestá y de Gutiérrez casi no hubo duelos criollos. Le dije haber sido testigo de uno y le narré lo sucedido hace tantos años.

Me oyó con atención profesional y después me dijo:
–¿Está seguro de que Uriarte y el otro no habían visteado nunca? A lo mejor, alguna temporada en el campo les había servido de algo.
–No –le contesté–. Todos los de esa noche se conocían y todos estaban atónitos.
Olave prosiguió sin apuro, como si pensara en voz alta:
–Una de las dagas tenía el gavilán en forma de U. Dagas como ésas hubo dos que se hicieron famosas: la de Moreira y la de Juan Almada, por Tapalquén.
Algo se despertó en mi memoria; Olave prosiguió:
–Usted mentó asimismo un cuchillo con cabo de madera, de la marca de Arbolito. Armas como ésas hay de a miles, pero hubo una...
Se detuvo un momento y prosiguió:
–El señor Acevedo tenía su establecimiento de campo cerca de Pergamino. Precisamente por aquellos pagos anduvo, a fines del siglo, otro pendenciero de mentas: Juan Almanza. Desde la primera muerte que hizo, a los catorce años, usaba siempre un cuchillo corto de ésos, porque le trajo suerte. Juan Almanza y Juan Almada se tomaron inquina, porque la gente los confundía. Durante mucho tiempo se buscaron y nunca se encontraron. A Juan Almanza lo mató una bala perdida, en unas elecciones. El otro, creo, murió de muerte natural en el hospital de Las Flores.

Nada más se dijo esa tarde. Nos quedamos pensando.

Nueve o diez hombres, que ya han muerto, vieron lo que vieron mis ojos –la larga estocada en el cuerpo y el cuerpo bajo el cielo– pero el fin de otra historia más antigua fue lo que vieron. Maneco Uriarte no mató a Duncan; las armas, no los hombres, pelearon. Habían dormido, lado a lado, en una vitrina, hasta que las manos las despertaron. Acaso se agitaron al despertar; por eso tembló el puño de Uriarte, por eso tembló el puño de Duncan. Las dos sabían pelear –no sus instrumentos, los hombres– y pelearon bien esa noche. Se habían buscado largamente, por los largos caminos de la provincia, y por fin se encontraron, cuando sus gauchos ya eran polvo. En su hierro dormía y acechaba un rencor humano.

Las cosas duran más que la gente. Quién sabe si la historia concluye aquí, quién sabe si no volverán a encontrarse.




De: El informe de Brodie (1970)

CALÍOPE

En la mitología griega, Calíope (en griego antiguo Καλλιόπη Kalliópê, ‘la de la bella voz’) es la musa de la poesía épica y la elocuencia. Se le representa con las características de una muchacha de aire majestuoso, llevando una corona dorada, emblema que según Hesíodo indica su supremacía sobre las demás musas. Se adorna con guirnaldas, llevando una trompeta en una mano y un poema épico en la otra. 

Como las demás musas, Calíope es hija de Zeus y Mnemósine (la Memoria). Se casó con Eagro y con él fue madre de Orfeo, Marsias, Ialemo y Lino, si bien también se dice que el padre de este último fue Apolo. Con Estrimón, uno de los oceánidas, fue madre de Reso, un rey tracio que murió en la Guerra de Troya el día siguiente de su llegada. Estrabón afirma que fue madre con Zeus de los Coribantes. Algunas fuentes le atribuyen la maternidad de Himeneo, dios de los esponsales y del canto nupcial, si bien otras afirman que era hija de Clío o Urania.

Se dice que Calíope quedó prendada de Heracles y le enseñó el modo de reconfortar a sus amigos cantando en los banquetes. En otra ocasión Zeus le encargó la resolución de la embarazosa disputa entre Afrodita y Perséfone por la custodia (y disfrute) de Adonis. Calíope la resolvió decidiendo que Adonis pasase cuatro meses con Afrodita, cuatro con Perséfone y los cuatro restantes del año con quien él eligiera. Adonis siempre escogió a Afrodita porque Perséfone era la diosa fría e insensible del inframundo.



Calíope, por Simon Vouet, 1634
 Fuente: Wikipedia                                                      

sábado, 26 de noviembre de 2011

Catarsis

Catarsis es un término griego (katharsis: purgación, purificación), utilizado originariamente en medicina y en la escuela pitagórica. Para Hipócrates, catarsis era la expulsión de los malos humores corporales. Por otra parte, para los pitagóricos, era la música la cual tenía un valor catártico; mediante ella, el alma se liberaba de sus tensiones y derivaba hacia un estado de armonía y equilibrio.

De esta doble fuente arrancaría la noción aristotélica de catarsis (que el filósofo presenta en su imprescindible Poetica); esta noción es aplicada a la interpretación de la tragedia. En su representación, se produciría una agitación del espíritu y una descarga afectiva en el ánimo del espectador, al identificarse éste con el héroe que, por su situación dramática, transmitiría un doble sentimiento: de piedad y de terror.

En una tragedia representativa, como Edipo Rey de Sófocles, la contemplación de la situación desgraciada del héroe engendra en el espectador un sentimiento de conmiseración y piedad, al mismo tiempo que, el horror sentido por el propio Edipo ante lo detestable de sus actos (que él mismo asume como inevitables por la fuerza del destino), se convertiría en causa de terror para los espectadores. De esta forma, estos quedarían purificados de sus pasiones al experimentar en sí esos sentimientos de piedad y terror.
 
Así pues, en Edipo se llega a la anagnórisis (revelación, reconocimiento o descubrimiento), cuando el protagonista se da cuenta de que ha matado a su padre y que se ha casado con su madre. Tales descubrimientos, junto con la reacción ante ellos, nos llevan a los espectadores a la catarsis; por un lado, sentimos horror ante su situación y, por el otro, nos apiadamos de él.



Evolución histórica del término

La interpretación de este concepto aristotélico de catarsis ha variado históricamente. En el Renacimiento surge una doble explicación: la estoica (la catarsis debe ayudar al espectador a educar y dominar sus sentimientos y emotividad), y la ético-cristiana (la contemplación de las desgracias del héroe debe mover al hombre al arrepentimiento de sus vicios y a la purificación de sus pasiones).

En el drama burgués del siglo XVIII, Diderot y Lessing (enfrentados a Rousseau, que la consideró una emoción pasajera, vana y estéril), creen que la catarsis no ha de eliminar las pasiones del espectador, sino “transformarlas en virtudes y en participación emocional ante lo patético y lo sublime”.

En el teatro romántico y posromántico, se cultiva una nueva forma de catarsis, la cual surge de la provocación de las emociones del público ante la presencia en escena de lo grotesco, lo monstruoso y lo sublime (Víctor Hugo) y ante diversas formas de crueldad (Antonin Artaud).

La mayor oposición a la catarsis, fue la de Bertold Brecht, quien la asimiló a la enajenación ideológica del espectador y a la exaltación de los valores ahistóricos de los personajes.


De: papel en blanco

EMMA ZUNZ de Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día el suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el sueldo sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjarnan, de Malmó, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjarnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.

Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que la advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer –¡una Gauss, que le trajo una buena dote!–, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídish. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que tenía preparada («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca ni alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

De: El Aleph (1949) 

jueves, 24 de noviembre de 2011

EL ASESINO DESINTERESADO BILL HARRIGAN de Jorge Luis Borges

La imagen de las tierras de Arizona, antes que ninguna otra imagen: la imagen de las tierras de Arizona y de Nuevo Méjico, tierras con un ilustre fundamento de oro y plata, tierras vertiginosas y aéreas, tierras de la meseta monumental y de los delicados colores, tierras con blanco resplandor de esqueleto pelado por los pájaros. En esas tierras otra imagen, la de Billy the Kid: el jinete clavado sobre el caballo, el joven de los duros pistoletazos que aturden el desierto, el emisor de balas invisibles que matan a distancia, como una magia.

El desierto veteado de metales, árido y reluciente. El casi niño que al morir a los veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes –"sin contar mejicanos".

EL ESTADO LARVAL

Hacia 1859 el hombre que para el terror y la gloria sería Billy the Kid nació en un conventillo subterráneo de Nueva York. Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés, pero se crió entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado que conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser blanco; también era esmirriado, chúcaro, soez. A los doce años militó en la pandilla de los Swamp Angels (Ángeles de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido laberinto, seguían el rumbo de algún marinero alemán, lo desmoronaban de un cascotazo, lo despojaban hasta de la ropa interior, y se restituían después a la otra basura. Los comandaba un negro encanecido, Gas Houser Jonas, también famoso como envenenador de caballos.

A veces, de la buhardilla de alguna casa jorobada cerca del agua, una mujer volcaba sobre la cabeza de un transeúnte un balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba. En seguida los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por la boca de un sótano y lo saqueaban.

Tales fueron los años de aprendizaje de Billy Harrigan, el futuro Billy the Kid. No desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (acaso sin ningún presentimiento de que eran símbolos y letras de su destino) a los melodramas de cowboys.

GO WEST!

Si los populosos teatros del Bowery (cuyos concurrentes vociferaban "¡Alcen el trapo!” a la menor impuntualidad del telón) abundaban en esos melodramas de jinete y balazo, la facilísima razón es que América sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás de los ponientes estaba el oro de Nevada y de California. Detrás de los ponientes estaba el hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de los corazones como la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un continuo rumor acompasado pobló esos años: el de millares de hombres americanos ocupando el Oeste. En esa progresión, hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill Harrigan, huyendo de una celda rectangular.

DEMOLICIÓN DE UN MEJICANO

La Historia (que, a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes discontinuas) propone ahora la de una arriesgada taberna, que está en el todopoderoso desierto igual que en alta mar. El tiempo, una destemplada noche del año 1873; el precisó lugar, el Llano Estacado (New Mexico). La tierra es casi sobrenaturalmente lisa, pero el cielo de nubes a desnivel, con desgarrones de tormenta y de luna, está lleno de pozos que se agrietan y de montañas. En la tierra hay el cráneo de una vaca, ladridos y ojos de coyote en la sombra, finos caballos y la luz alargada de la taberna. Adentro, acodados en el único mostrador, hombres cansados y fornidos beben un alcohol pendenciero y hacen ostentación de grandes monedas de plata, con una serpiente y un águila. Un borracho canta impasiblemente. Hay quienes hablan un idioma con muchas eses, que ha de ser español, puesto que quienes lo hablan son despreciados. Bill Harrigan, rojiza rata de conventillo, es de los bebedores. Ha concluido un par de aguardientes y piensa pedir otro más, acaso porque no le queda un centavo. Lo anonadan los hombres de aquel desierto. Los ve tremendos, tempestuosos, felices, odiosamente sabios en el manejo de hacienda cimarrona y de altos caballos. De golpe hay un silencio total, sólo ignorado por la desatinada voz del borracho. Ha entrado un mejicano más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales. En duro inglés desea las buenas noches a todos los gringos hijos de perra que están bebiendo. Nadie recoge el desafío. Bill pregunta quién es, y le susurran temerosamente que el Dago –el Diego– es Belisario Villagrán, de Chihuahua. Una detonación retumba en seguida. Parapetado por aquel cordón de hombres altos, Bill ha disparado sobre el intruso. La copa cae del puño de Villagrán; después, el hombre entero. El hombre no precisa otra bala. Sin dignarse mirar al muerto lujoso, Bill reanuda la plática. "¿De veras?", dice (Is that so?, he drawled.) "Pues yo soy Bill Harrigan, de New York." El borracho sigue cantando, insignificante.

Ya se adivina la apoteosis. Bill concede apretones de manos y acepta adulaciones, hurras y whiskies. Alguien observa que no hay marcas en su revólver y le propone grabar una para significar la muerte de Villagrán. Billy the Kid se queda con la navaja de ese alguien, pero dice "que no vale la pena anotar mejicanos". Ello, acaso, no basta. Bill, esa noche, tiende su frazada junto al cadáver y duerme hasta la aurora –ostentosamente.

MUERTES PORQUE SÍ

De esa feliz detonación (a los catorce años de edad) nació Billy the Kid el Héroe y murió el furtivo Bill Harrigan. El muchachuelo de la cloaca y del cascotazo ascendió a hombre de frontera. Se hizo jinete; aprendió a estribar derecho sobre el caballo a la manera de Wyoming o Texas, no con el cuerpo echado hacia atrás, a la manera de Oregón y de California. Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue acercando. Algo del compadrito de Nueva York perduró en el cowboy; puso en los mejicanos el odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron (malas) palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el otro, más difícil, de mandar hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de hacienda. A veces, las guitarras y los burdeles de Méjico lo arrastraban.

Con la lucidez atroz del insomnio, organizaba populosas orgías que duraban cuatro días y cuatro noches. Al fin, asqueado, pagaba la cuenta a balazos. Mientras el dedo del gatillo no le falló fue el hombre más temido (y quizá más nadie y más solo) de esa frontera. Garrett, su amigo, el sheriff que después lo mató, le dijo una vez: "Yo he ejercitado mucho la puntería matando búfalos". "Yo la he ejercitado más, matando hombres", replicó suavemente. Los pormenores son irrecuperables, pero sabemos que debió hasta veintiuna muertes –"sin contar mejicanos". Durante siete arriesgadísimos años practicó ese lujo: el coraje.

La noche del 25 de julio de 1880, Billy the Kid atravesó al galope de su overo la calle principal, o única, de Fort Sumner. El calor apretaba y no habían encendido las lámparas; el comisario Garrett, sentado en un sillón de hamaca en un corredor, sacó el revólver y le descerrajó un balazo en el vientre. El overo siguió; el jinete se desplomó en la calle de tierra. Garrett le encajó un segundo balazo. El pueblo (sabedor de que el herido era Billy the Kid) trancó bien las ventanas. La agonía fue larga y blasfematoria. Ya con el sol bien alto, se fueron acercando y lo desarmaron; el hombre estaba muerto. Le notaron ese aire de cachivache que tienen los difuntos.

Lo afeitaron, lo envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y las burlas en la vidriera del mejor almacén.
Hombres a caballo o en tílbury acudieron de leguas a la redonda. El tercer día lo tuvieron que maquillar. El cuarto día lo enterraron con júbilo.


De: Historia universal de la infamia (1935)

miércoles, 23 de noviembre de 2011

EL PROVEEDOR DE INIQUIDADES MONK EASTMAN de Jorge Luis Borges

LOS DE ESTA AMÉRICA

Perfilados bien por un fondo de paredes celestes o de cielo alto, dos compadritos envainados en seria ropa negra bailan sobre zapatos de mujer un baile gravísimo, que es el de los cuchillos parejos, hasta que de una oreja salta un clavel porque el cuchillo ha entrado en un hombre, que cierra con su muerte horizontal el baile sin música. Resignado, el otro se acomoda el chambergo y consagra su vejez a la narración de ese duelo tan limpio. Ésa es la historia detallada y total de nuestro malevaje. La de los hombres de pelea de Nueva York es más vertiginosa y más torpe.

LOS DE LA OTRA

La historia de las bandas de Nueva York (revelada en 1928 por Herbert Asbury en un decoroso volumen de cuatrocientas páginas en octavo) tiene la confusión y la crueldad de las cosmogonías bárbaras y mucho de su ineptitud gigantesca: sótanos de antiguas cervecerías habilitadas para conventillos de negros, una raquítica Nueva York de tres pisos, bandas de forajidos como los Ángeles del Pantano (Swamp Angels) que merodeaban entre laberintos de cloacas, bandas de forajidos como los Daybreak Boys (Muchachos del Alba) que reclutaban asesinos precoces de diez y once años, gigantes solitarios y descarados como los Galerudos Fieros (Plug Uglies) que procuraban la inverosímil risa del prójimo con un firme sombrero de copa lleno de lana y los vastos faldones de la camisa ondeados por el viento del arrabal, pero con un garrote en la diestra y un pistolón profundo; bandas de forajidos como los Conejos Muertos (Dead Rabbits) que entraban en batalla bajo la enseña de un conejo muerto en un palo; hombres como Johnny Dolan el Dandy, famoso por el rulo aceitado sobre la frente, por los bastones con cabeza de mono y por el fino aparatito de cobre que solía calzarse en el pulgar para vaciar los ojos del adversario; hombres como Kit Burns, capaz de decapitar de un solo mordisco una rata viva; hombres como Blind Danny Lyons, muchacho rubio de ojos muertos inmensos, rufián de tres rameras que circulaban con orgullo por él; filas de casas de farol colorado como las dirigidas por siete hermanas de New England, que destinaban las ganancias de Nochebuena a la caridad; reñideros de ratas famélicas y de perros, casas de juego chinas, mujeres como la repetida viuda Red Norah, amada y ostentada por todos los varones que dirigieron la banda de los Gophers; mujeres como Lizzie the Dove, que se enlutó cuando lo ejecutaron a Danny Lyons y murió degollada por Gentle Maggie, que le discutió la antigua pasión del hombre muerto y ciego; motines como el de una semana salvaje de 1863, que incendiaron cien edificios y por poco se adueñan de la ciudad; combates callejeros en los que el hombre se perdía como en el mar porque lo pisoteaban hasta la muerte; ladrones y envenenadores de caballos como Yoske Nigger –tejen esta caótica historia. Su héroe más famoso es Edward Delaney, alias William Delaney, alias Joseph Marvin, alias Joseph Morris, alias Monk Eastman, jefe de mil doscientos hombres.

EL HÉROE

Esas fintas graduales (penosas como un juego de caretas que no se sabe bien cuál es cuál) omiten su nombre verdadero –si es que nos atrevemos a pensar que hay tal cosa en el mundo. Lo cierto es que en el Registro Civil de Williamsburg, Brooklyn, el nombre es Edward Ostermann, americanizado en Eastman después. Cosa extraña, ese malevo tormentoso era hebreo. Era hijo de un patrón de restaurante de los que anuncian Kosher, donde varones de rabínicas barbas pueden asimilar sin peligro la carne desangrada y tres veces limpia de terneras degolladas con rectitud. A los diecinueve años, hacia 1892, abrió con el auxilio de su padre una pajarería. Curiosear el vivir de los animales, contemplar sus pequeñas decisiones y su inescrutable inocencia fue una pasión que lo acompañó hasta el final. En ulteriores épocas de esplendor, cuando rehusaba con desdén los cigarros de hoja de los pecosos sachems de Tammany o visitaba los mejores prostíbulos en un coche automóvil precoz, que parecía el hijo natural de una góndola, abrió un segundo y falso comercio, que hospedaba cien gatos finos y más de cuatrocientas palomas –que no estaban en venta para cualquiera. Los quería individualmente y solía recorrer a pie su distrito con un gato feliz en el brazo, y otros que lo seguían con ambición.

Era un hombre ruinoso y monumental. El pescuezo era corto, como de toro, el pecho inexpugnable, los brazos peleadores y largos, la nariz rota, la cara aunque historiada de cicatrices menos importante que el cuerpo, las piernas chuecas como de jinete o de marinero. Podía prescindir de camisa como también de saco, pero no de una galerita rabona sobre la ciclópea cabeza. Los hombres cuidan su memoria. Físicamente, el pistolero convencional de los films es un remedo suyo, no del epiceno y fofo Capone. De Wolheim dicen que lo emplearon en Hollywood porque sus rasgos aludían directamente a los del deplorado Monk Eastman... Éste salía a recorrer su imperio forajido con una paloma de plumaje azul en el hombro, igual que un toro con un benteveo en el lomo.

Hacia 1894 abundaban los salones de bailes públicos en la ciudad de Nueva York. Eastman fue el encargado en uno de ellos de mantener el orden. La leyenda refiere que el empresario no lo quiso atender y que Monk demostró su capacidad demoliendo con fragor el par de gigantes que detentaban el empleo. Lo ejerció hasta 1899, temido y solo.

Por cada pendenciero que serenaba, hacía con el cuchillo una marca en el brutal garrote. Cierta noche, una calva resplandeciente que se inclinaba sobre un bock de cerveza le llamó la atención y la desmayó de un mazazo. "¡Me faltaba una marca para cincuenta!", exclamó después.

EL MANDO

Desde 1899 Eastman no era sólo famoso. Era caudillo electoral de una zona importante, y cobraba fuertes subsidios de las casas de farol colorado, de los garitos, de las pindongas callejeras y los ladrones de ese sórdido feudo. Los comités lo consultaban para organizar fechorías y los particulares también. He aquí sus honorarios: 15 dólares una oreja arrancada, 19 una pierna rota, 25 un balazo en una pierna, 25 una puñalada, 100 el negocio entero. A veces, para no perder la costumbre, Eastman ejecutaba personalmente una comisión.

Una cuestión de límites (sutil y malhumorada como las otras que posterga el derecho internacional) lo puso enfrente de Paul Kelly, famoso capitán de otra banda. Balazos y entreveros de las patrullas habían determinado un confín. Eastman lo atravesó un amanecer y lo acometieron cinco hombres. Con esos brazos vertiginosos de mono y con la cachiporra hizo rodar a tres, pero le metieron dos balas en el abdomen y lo abandonaron por muerto. Eastman se sujetó la herida caliente con el pulgar y el índice y caminó con pasos de borracho hasta el hospital. La vida, la alta fiebre y la muerte se lo disputaron varias semanas, pero sus labios no se rebajaron a delatar a nadie. Cuando salió, la guerra era un hecho y floreció en continuos tiroteos hasta el diecinueve de agosto del novecientos tres.

LA BATALLA DE RIVINGTON

Unos cien héroes vagamente distintos de las fotografías que estarán desvaneciéndose en los prontuarios, unos cien héroes saturados de humo de tabaco y de alcohol, unos cien héroes de sombrero de paja con cinta de colores, unos cien héroes afectados quien más quien menos de enfermedades vergonzosas, de caries, de dolencias de las vías respiratorias o del riñón, unos cien héroes tan insignificantes o espléndidos como los de Troya o Junín, libraron ese renegrido hecho de armas en la sombra de los arcos del Elevated. La causa fue el tributo exigido por los pistoleros de Kelly al empresario de una casa de juego, compadre de Monk Eastman. Uno de los pistoleros fue muerto y el tiroteo consiguiente creció a batalla de incontados revólveres. Desde el amparo de los altos pilares hombres de rasurado mentón tiraban silenciosos, y eran el centro de un despavorido horizonte de coches de alquiler cargados de impacientes refuerzos, con artillería Colt en los puños. ¿Qué sintieron los protagonistas de esa batalla? Primero (creo) la brutal convicción de que el estrépito insensato de cien revólveres los iba a aniquilar en seguida; segundo (creo) la no menos errónea seguridad de que si la descarga inicial no los derribó, eran invulnerables. Lo cierto es que pelearon con fervor, parapetados por el hierro y la noche. Dos veces intervino la policía y dos la rechazaron. A la primer vislumbre del amanecer el combate murió, como si fuera obsceno o espectral. Debajo de los grandes arcos de ingeniería quedaron siete heridos de gravedad, cuatro cadáveres y una paloma muerta.

LOS CRUJIDOS

Los políticos parroquiales, a cuyo servicio estaba Monk Eastman, siempre desmintieron públicamente que hubiera tales bandas, o aclararon que se trataba de meras sociedades recreativas. La indiscreta batalla de Rivington los alarmó. Citaron a los dos capitanes para intimarles la necesidad de una tregua. Kelly (buen sabedor de que los políticos eran más aptos que todos los revólveres Colt para entorpecer la acción policial) dijo acto continuo que sí; Eastman (con la soberbia de su gran cuerpo bruto) ansiaba más detonaciones y más refriegas. Empezó por rehusar y tuvieron que amenazarlo con la prisión. Al fin los dos ilustres malevos conferenciaron en un bar, cada uno con un cigarro de hoja en la boca, la diestra en el revólver y su vigilante nube de pistoleros alrededor. Arribaron a una decisión muy americana: confiar a un match de box la disputa. Kelly era un boxeador habilísimo. El duelo se realizó en un galpón y fue estrafalario. Ciento cuarenta espectadores lo vieron, entre compadres de galera torcida y mujeres de frágil peinado monumental. Duró dos horas y terminó en completa extenuación. A la semana chisporrotearon los tiroteos. Monk fue arrestado, por enésima vez. Los protectores se distrajeron de él con alivio; el juez le vaticinó, con toda verdad, diez años de cárcel.

EASTMAN CONTRA ALEMANIA

Cuando el todavía perplejo Monk salió de Sing Sing, los mil doscientos forajidos de su comando estaban desbandados. No los supo juntar y se resignó a operar por su cuenta. El 8 de setiembre de 1917 promovió un desorden en la vía pública. El 9 resolvió participar en otro desorden y se alistó en un regimiento de infantería.

Sabemos varios rasgos de su campaña. Sabemos que desaprobó con fervor la captura de prisioneros y que una vez (con la sola culata del fusil) impidió esa práctica deplorable. Sabemos que logró evadirse del hospital para volver a las trincheras. Sabemos que se distinguió en los combates cerca de Montfaucon. Sabemos que después opinó que muchos bailecitos del Bowery eran más bravos que la guerra europea.

EL MISTERIOSO, LÓGICO FIN

El 25 de diciembre de 1920 el cuerpo de Monk Eastman amaneció en una de las calles centrales de Nueva York. Había recibido cinco balazos. Desconocedor feliz de la muerte, un gato de lo más ordinario lo rondaba con cierta perplejidad. 


 De: Historia universal de la infamia (1935)

DE MORTUIS de John Collier (narrado por Alberto Laiseca)

EL HOMBRE de Juan Rulfo

Los pies del hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma, como si fuera la pezuña de algún animal. Treparon sobre las piedras, engarruñándose al sentir la inclinación de la subida; luego caminaron hacia arriba, buscando el horizonte.
“Pies planos —dijo el que lo seguía—. Y un dedo de menos. Le falta el dedo gordo en el pie izquierdo. No abundan fulanos con estas señas. Así que será fácil.”
La vereda subía, entre yerbas, llena de espinas y de malas mujeres. Parecía un camino de hormigas de tan angosta. Subía sin rodeos hacia el cielo. Se perdía allí y luego volvía a aparecer más lejos, bajo un cielo más lejano.
Los pies siguieron la vereda, sin desviarse. El hombre caminó apoyándose en los callos de sus talones, raspando las piedras con las uñas de sus pies, rasguñándose los brazos, deteniéndose en cada horizonte para medir su fin: “No el mío sino el de él”, dijo. Y volvió la cabeza para ver quién había hablado.
Ni una gota de aire, sólo el eco de su ruido entre las ramas rotas. Desvanecido a fuerza de ir a tientas, calculando sus pasos, aguantando hasta la respiración: “Voy a lo que voy”, volvió a decir. Y supo que era él el que hablaba.
“Subió por aquí, rastrillando el monte —dijo el que lo perseguía—. Cortó las ramas con un machete. Se conoce que lo arrastraba el ansia. Y el ansia deja huellas siempre. Eso lo perderá.”
Comenzó a perder el ánimo cuando las horas se alargaron y detrás de un horizonte estaba otro y el cerro por donde subía no terminaba. Sacó el machete y cortó las ramas duras como raíces y tronchó la yerba desde la raíz. Mascó un gargajo mugroso y lo arrojó a la tierra con coraje. Se chupó los dientes y volvió a escupir. E1 cielo estaba tranquilo allá arriba, quieto, trasluciendo sus nubes entre la silueta de los palos guajes, sin hojas. No era tiempo de hojas. Era ese tiempo seco y roñoso de espinas y de espigas secas y silvestres. Golpeaba con ansia los matojos con el machete: “Se amellará con este trabajito, más te vale dejar en paz las cosas”.
Oyó allá atrás su propia voz.
“Lo señaló su propio coraje —dijo el perseguidor—. Él ha dicho quién es, ahora sólo falta saber dónde está. Terminaré de subir por donde subió, después bajaré por donde bajó, rastreándolo hasta cansarlo. Y donde yo me detenga, allí estará. Se arrodillará y me pedirá perdón. Y yo le dejaré ir un balazo en la nuca... Eso sucederá cuando yo te encuentre.”
Llegó al final. Sólo el puro cielo, cenizo, medio quemado por la nublazón de la noche. La tierra se había caído para el otro lado. Miró la casa enfrente de él, de la que salía el último humo del rescoldo. Se enterró en la tierra blanda, recién removida. Tocó la puerta sin querer, con el mango del machete. Un perro llegó y le lamió las rodillas, otro más corrió a su alrededor moviendo la cola. Entonces empujó la puerta sólo cerrada a la noche.
E1 que lo perseguía dijo: “Hizo un buen trabajo. Ni siquiera los despertó. Debió llegar a eso de la una, cuando el sueño es más pesado; cuando comienzan los sueños; después del ‘Descansen en paz’, cuando se suelta la vida en manos de la noche con el cansancio del cuerpo raspa las cuerdas de la desconfianza y las rompe”.
“No debí matarlos a todos —dijo el hombre—. ”Al menos no a todos”. Eso fue lo que dijo.
La madrugada estaba gris, llena de aire frío. Bajó hacia el otro lado, resbalándose por el zacatal. Soltó el machete que llevaba todavía apretado en la mano cuando el frío le entumeció las manos. Lo dejó allí. Lo vio brillar como un pedazo de culebra sin vida, entre las espigas secas.
El hombre bajó buscando el río, abriendo una nueva brecha entre el monte.
Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da vuelta sobre sí mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde. No hace ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de uno, pero no la del río. La hiedra baja desde los altos sabinos y se hunde en el agua, junta sus manos y forma telarañas que el río no deshace en ningún tiempo.
El hombre encontró la línea del río por el color amarillo de los sabinos. No lo oía. Sólo lo veía retorcerse bajo las sombras. Vio venir las chachalacas. La tarde anterior se habían ido siguiendo, el sol, volando en parvadas detrás de la luz. Ahora el sol estaba por salir y ellas regresaban de nuevo.
Se persignó hasta tres veces. “Discúlpenme”, les dijo. Y comenzó su tarea. Cuando llegó al tercero, le salían chorretes de lágrimas. O tal vez era sudor. Cuesta trabajo matar. El cuero es correoso. Se defiende aunque se haga a la resignación y el machete estaba mellado: “Ustedes me han de perdonar”, volvió a decirles.
“Se sentó en la arena de la playa —eso dijo el que lo perseguía—. Se sentó aquí y no se movió por un largo rato. Esperó a que despejaran las nubes. Pero el sol no salió ese día, ni al siguiente. Me acuerdo. Fue el domingo aquel en que se me murió el recién nacido y fuimos a enterrarlo. No teníamos tristeza, sólo tengo memoria de que el cielo estaba gris y de que las flores que llevamos estaban desteñidas y marchitas como si sintieran la falta del sol.”
“E1 hombre ese se quedó aquí, esperando. Allí estaban sus huellas: el nido que hizo junto a los matorrales; el calor de su cuerpo abriendo un pozo en la tierra húmeda.”
“No debí haberme salido de la vereda —pensó el hombre. Por allá hubiera llegado. Pero es peligroso caminar por donde todos caminan, sobre todo llevando este peso que yo llevo. Este peso se ha de ver por cualquier ojo que me mire; se ha de ver como si fuera una hinchazón rara. Yo así lo siento. Cuando sentí que me había cortado un dedo, la gente lo vio y yo no, hasta después. Así ahora, aunque no quiera, tengo que tener alguna señal. Así lo siento, por el peso, o tal vez el esfuerzo me cansó”. Luego añadió: “No debí matarlos a todos; me hubiera conformado con el que tenía que matar; pero estaba oscuro y los bultos eran iguales... Después de todo, así de a muchos les costará menos el entierro.”
“Te cansarás primero que yo. Llegaré a donde quieres llegar antes que tú estés allí —dijo el que iba detrás de él—. Me sé de memoria tus intenciones, quién eres y de dónde eres y adónde vas. Llegaré antes que tú llegues.”
“Este no es el lugar —dijo el hombre al ver el río—.“Lo cruzaré aquí y luego más allá y quizá salga a la misma orilla. Tengo que estar al otro lado, donde no me conocen, donde nunca he estado y nadie sabe de mí; luego caminaré derecho, hasta llegar. De allí nadie me sacará nunca”.
Pasaron más parvadas de chachalacas, graznando con gritos que ensordecían.
“Caminaré más abajo. Aquí el se hace un enredijo y puede devolverme a donde no quiero regresar.”
“Nadie te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte. Por eso nací antes que tú y mis huesos se endurecieron antes que los tuyos”.
Oía su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca. La sentía sonar como una cosa falsa y sin sentido.
¿Por qué habría dicho aquello? Ahora su hijo se estaría burlando de él. O tal vez no. “Tal vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado solo en nuestra última hora”. Porque era también la mía; era únicamente la mía. É1 vino por mí. No los buscaba a ustedes, simplemente era yo el final de su viaje, la cara que él soñaba ver muerta, restregada contra el lodo, pateada y pisoteada hasta la desfiguración. Igual que lo que yo hice con su hermano; pero lo hice cara a cara, José Alcancía, frente a él y frente a ti y tú nomás llorabas y temblabas de miedo. Desde entonces supe quién eras y cómo vendrías a buscarme. Te esperé un mes, despierto de día y de noche, sabiendo que llegarías a rastras, escondido como una mala víbora. Y llegaste tarde. Y yo también llegué tarde. Llegué detrás de ti. Me entretuvo el entierro del recién nacido. Ahora entiendo. Ahora entiendo por qué se me marchitaron las flores en la mano.”
“No debí matarlos a todos —iba pensando el hombre—. No valía la pena echarme ese tercio tan pesado en mi espalda. Los muertos pesan más que los vivos; lo aplastan a uno. Debía de haberlos tentaleado de uno por uno hasta dar con él; lo hubiera conocido por el bigote; aunque estaba oscuro hubiera sabido dónde pegarle antes que se levantara... Después de todo, así estuvo mejor. Nadie los llorará y yo viviré en paz. La cosa es encontrar el paso para irme de aquí antes que me agarre la noche.”
El hombre entró a la angostura del río por la tarde. E1 sol no había salido en todo el día, pero la luz se había borneado, volteando las sombras; por eso supo que era después del mediodía.
“Estás atrapado —dijo el que iba detrás de él y que ahora estaba sentado a la orilla del río—. Te has metido en un atolladero. Primero haciendo tu fechoría y ahora yendo hacia los cajones, hacia tu propio cajón. No tiene caso que te siga hasta allá. Tendrás que regresar en cuanto te veas encañonado. Te esperaré aquí. Aprovecharé el tiempo para medir la puntería, para saber dónde te voy a colocar la bala. Tengo paciencia y tú no la tienes, así que ésa es mi ventaja. Tengo mi corazón que resbala y da vueltas en su propia sangre, y el tuyo está desbaratado, revenido y lleno de pudrición. Esa es también mi ventaja. Mañana estarás muerto, o tal vez pasado mañana o dentro de ocho días. No importa el tiempo. Tengo paciencia.”
E1 hombre vio que el río se encajonaba entre altas paredes y se detuvo. “Tendré que regresar”, dijo.
E1 río en estos lugares es ancho y hondo y no tropieza con ninguna piedra. Se resbala en un cauce como de aceite espeso y sucio. Y de vez en cuando se traga alguna rama en sus remolinos, sorbiéndola sin que se oiga ningún quejido.
“Hijo —dijo el que estaba sentado esperando—: no tiene caso que te diga que el que te mató está muerto desde ahora”. ¿Acaso yo ganaré algo con eso? La cosa es que yo no estuve contigo. ¿De qué sirve explicar nada? No estaba contigo. Eso es todo. Ni con ella. Ni con él. “No estaba con nadie; porque el recién nacido no me dejó ninguna señal de recuerdo.”
El hombre recorrió un largo tramo río arriba.
En la cabeza le rebotaban burbujas de sangre. “Creí que el primero iba a despertar a los demás con su estertor, por eso me di prisa.” “Discúlpenme la apuración”, les dijo. Y después sintió que el gorgoreo aquel era igual al ronquido de la gente dormida; por eso se puso tan en calma cuando salió a la noche de afuera, al frío de aquella noche nublada.


Parecía venir huyendo. Traía una porción de lodo en las zancas, que ya ni se sabía cuál era el color de sus pantalones.
Lo vi desde que se zambulló en el río. Apechugó el cuerpo y luego se dejó ir corriente abajo, sin manotear, como si caminara pisando el fondo. Después rebasó la orilla y puso sus trapos a secar. Lo vi que temblaba de frío. Hacía aire y estaba nublado.
Me estuve asomando desde el boquete de la cerca donde me tenía el patrón al encargo de sus borregos. Volvía y miraba a aquel hombre sin que él se maliciara que alguien lo estaba espiando.
Se apalancó en sus brazos y se estuvo estirando y aflojando su humanidad, dejando orear el cuerpo para que se secara. Luego se enjaretó la camisa y los pantalones agujerados. vi que no traía machete ni ningún arma. Sólo la pura funda que le colgaba de la cintura, huérfana.
Miró y remiró para todos lados y se fue. Y ya iba yo a enderezarme para arriar mis borregos, cuando lo volví a ver con la misma traza de desorientado.
Se metió otra vez al río, en el brazo de en medio, de regreso.
“¿Qué traerá este hombre?”, me pregunté.
Y nada. Se echó de vuelta al río y la corriente se soltó zangoloteándolo como un reguilete, y hasta por poco y se ahoga. Dio muchos manotazos y por fin no pudo pasar y salió allá a bajo, echando buches de agua hasta desentriparse.
Volvió a hacer la operación de secarse en pelota y luego arrendó río arriba por el rumbo de donde había venido.
Que me lo dieran ahorita. De saber lo que había hecho lo hubiera apachurrado a pedradas y ni siquiera me entraría el remordimiento.
Ya lo decía yo que era un juilón. Con sólo verle la cara. Pero no soy adivino, señor licenciado. Sólo soy un cuidador de borregos y hasta sí usted quiere algo miedoso cuando da la ocasión. Aunque, como usted dice, lo pude muy bien agarrar desprevenido y una pedrada bien dada en la cabeza lo hubiera dejado allí bien tieso. Usted ni quien se lo quite que tiene la razón.
Eso que me cuenta de todas las muertes que debía y que acababa de efectuar, no me lo perdono. Me gusta matar matones, créame usted. No es la costumbre; pero se ha de sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos hijos del mal.
La cosa es que no todo quedó allí. Lo vi venir de nueva cuenta al día siguiente. Pero yo todavía no sabía nada. ¡De haberlo sabido!
Lo vi venir más flaco que el día antes con los huesos afuerita del pellejo, con la camisa rasgada. No creí que fuera él, así estaba de desconocido.
Lo conocí por el arrastre de sus ojos: medio duros, como que lastimaban. Lo vi beber agua y luego hacer buches como quien está enjuagándose la boca; pero lo que pasaba era que se había tragado un buen puño de ajolotes, porque el charco donde se puso a sorber era bajito y estaba plagado de ajolotes. Debía de tener hambre.
Le vi los ojos, que eran dos agujeros oscuros como de cueva.
Se me arrimó y me dijo: “¿Son tuyas esas borregas?” Y yo le dije que no. “Son de quien las parió”, eso le dije.
No le hizo gracia la cosa. Ni siquiera peló el diente. Se pegó a la más hobachona de mis borregas y con sus manos como tenazas le agarró las patas y le sorbió el pezón. Hasta acá se oían los balidos del animal; pero él no la soltaba, seguía chupe y chupe hasta que se hastió de mamar. Con decirle que tuve que echarle creolina en las ubres para que se le desinflamaran y no se le fueran a infestar los mordiscos que el hombre les había dado.
¿Dice usted que mató a toditita la familia de los Urquidi? De haberlo sabido lo atajo a puros leñazos.
Pero uno es ignorante. Uno vive remontado en el cerro, sin más trato que los borregos, y los borregos no saben de chismes.
Y al otro día se volvió a aparecer. Al llegar yo, llegó él. Y hasta entramos en amistad.
Me contó que no era de por aquí, que era de un lugar muy lejos; pero que no podía andar ya porque le fallaban las piernas: “Camino y camino y ando nada. Se me doblan las piernas de la debilidad. Y mi tierra está lejos, más allá de aquellos cerros.” Me contó que se había pasado dos días sin comer más que puros yerbajos. Eso me dijo. ¿Dice usted que ni piedad le entró cuando mató a los familiares de los Urquidi? De haberlo sabido se habría quedado en juicio y con la boca abierta mientras estaba bebiéndose la leche de mis borregas.
Pero no parecía malo. Me contaba de su mujer y de sus chamacos.
Y de lo lejos que estaban de él. Se sorbía los mocos al acordarse de ellos.
Y estaba reflaco, como trasijado. Todavía ayer se comió un pedazo de animal que se había muerto del relámpago. Parte amaneció comida de seguro por las hormigas arrieras y la parte que quedó él la tatemó en las brasas que yo prendía para calentarme las tortillas y le dio fin. Ruñó los huesos hasta dejarlos pelones.
“El animalito murió de enfermedad”, le dije yo.
Pero como si ni me oyera. Se lo tragó enterito. Tenía hambre.
Pero dice usted que acabó con la vida de esa gente. De haberlo sabido. Lo que es ser ignorante y confiado. Yo no soy más que borreguero y de ahí en más no se nada. ¡Con decirles que se comía mis mismas tortillas y que las embarraba en mi mismo plato!
¿De modo que ahora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos ahora sí. ¿Y dice usted que me va a meter a la cárcel por esconder a ese individuo? Ni que yo fuera el que mató a la familia esa. Yo sólo vengo a decirle que allí en un charco del río está un difunto. Y usted me alega que desde cuándo y cómo es y de qué modo es ese difunto. Y ahora que yo se lo digo, salgo encubridor. Pos ahora sí.
Créame usted, señor licenciado, que de haber sabido quién era aquel hombre no me hubiera faltado el modo de hacerlo perdidizo. ¿Pero yo qué sabía? Yo no soy adivino. Él sólo me pedía de comer y me platicaba de sus muchachos, chorreando lágrimas.
Y ahora se ha muerto. Yo creí que había puesto a secar sus trapos entre las piedras del río; pero era él, enterito, el que estaba allí boca abajo, con la cara metida en el agua. Primero creí que se había doblado al empinarse sobre el río y no había podido ya enderezar la cabeza y que luego se había puesto a resollar agua, hasta que le vi la sangre coagulada que le salía por la boca y la nuca repleta de agujeros como si lo hubieran taladrado.
Yo no voy a averiguar eso. Sólo vengo a decirle lo que pasó, sin quitar ni poner nada. Soy borreguero y no sé de otras cosas. 


De: El llano en llamas (1953)